martes, 1 de octubre de 2013

Por amor al arte


Aún recuerdo su mirada de emoción, su paso decidido. Cómo se aproximó al sarcófago medieval y sopló con fuerza, convencido de que encontraría bajo la capa de polvo inexistente algún tipo de inscripción inédita que le otorgaría fama y reconocimiento mundial. Lo que él no sabía (o el pobre infeliz trataba de ignorar) es que se hallaba en la muestra de las “Edades del Hombre” de Ávila, aquella tumba no tenía ningún secreto para los investigadores y él no era un Indiana Jones posmoderno, por mucho que su familia le observara con admiración y los pocos privilegiados que asistimos a la escena lo hiciéramos con una mezcla de estupor y pena.
Este señor no es más que un ejemplo del tipo de seres que te puedes encontrar cuando frecuentas una exposición, un lugar que a mucha gente le resulta absolutamente adictivo, no sólo por lo estimulante que es estar rodeado de obras de arte, sino, sobre todo, por la cantidad de anécdotas sustanciosas que recopilas gracias a las ganas de aparentar del resto de tus congéneres.
Veamos pues cuáles son los consumidores de exposiciones más comunes de los últimos tiempos, o por lo menos, aquellos que he padecido en mis propias carnes:

- Visitantes que piensan que la mayoría de la gente que se encuentra a su alrededor es deficiente visual.

Este visitante se planta ante la obra en cuestión, principalmente pictórica, y se limita a enumerar a su acompañante (utilizando un tono de voz convenientemente elevado) todos y cada uno de los objetos, animales, plantas o personas que allí se representan. Sus frases fetiche son: “Oooohhh, miraaaaa, un niño”; “Ay, qué bonito, dos perros negros” o “Anda, cuatro árboles y una casa de campo”. El cerebro de estos individuos suele colapsar ante un ejemplo de arte cubista, aunque, una vez superada la primera impresión, se sobreponen y continúan con su ardua tarea descriptiva: “Vaya, dos estrellas y una mancha” o “Aaaahhh, es un señor con una guitarra. Mira, no ves la guitarra. Pues está muy claro. Tres rayas, un círculo y un palo”.
Es difícil esquivarlos, pero, si tienes algo de práctica, puedes lograrlo. Un truco infalible es dirigirte a la otra punta de la sala con la esperanza de que se les seque la lengua o un golpe de suerte les deje momentáneamente sin visión. No obstante, la mayoría de ellos son ágiles y de ideas fijas, así que no te sorprendas si estás tranquilamente observando un cuadro y oyes a tus espaldas: “Oooohhh, un paisaje nevado”, “Mira, qué pena, Cristo crucificado” o “Dos huevos fritos en una sartén. Qué hambre, ¿verdad?”. Piensa que todo pasa y que lo bueno de tan agudas percepciones es que son breves y concisas. Eso sí, no me gustaría estar cerca de semejantes intelectos analizando, por ejemplo, “El jardín de las delicias".

- Visitantes barrera.

Estos visitantes se hacen fuertes delante de un cuadro y no hay forma humana de que se desplacen. Bien porque se están contando el último e interesante drama familiar de su mejor amiga y no se dan cuenta de que detrás de ellos y a ambos lados hay varias personas que tratan, por medio de difíciles escorzos, de poder ver la obra desde el ángulo adecuado, o bien, porque tienen cerca de su oreja ese arma del demonio llamado “audioguía”, que les hace permanecer como si les hubiera dado un aire durante un rato preocupante.
¿Cómo intentar que se aparten? Es fácil. Ponte delante de ellos. El primer tipo de visitantes barrera, aquellos que han decidido contarse su vida sin miramientos, se alejarán sin prestarte atención, ya que, probablemente, sus respectivos relatos son mucho más entretenidos que el cuadro que estaban medio observando. El segundo grupo de personas, esos tótems con el oído ocupado y el resto de los sentidos inertes, también deberían reaccionar a tu afrenta. A buen seguro que pulsarán el siguiente botón e irán derechos hacia su próxima víctima. Ahora bien, si después de situarte en medio, ves que sus extremidades superiores e inferiores continúan en idéntica posición y su rostro mantiene el mismo rictus, llama corriendo al 112. Se han muerto con el audioguía en la mano.

- Visitantes engolados.

Hay que reconocer que acudir a una exposición y después contarlo dota a tu estatus de mucha prestancia. Y que hacerte el culto y el leído delante de tu pareja, tu mejor amigo o tu madre te da muchos puntos de cara a convertirte en el “personaje mejor valorado” de tu casa en Navidad o de tu grupo de amigos en una reunión.
La mejor forma de lograr que tu acompañante se quede fascinado con tu sapiencia y luego la propague a los cuatro vientos es, sin duda, engolar la voz y entornar los ojos. A primera vista, dicha expresión puede confundirse con el estreñimiento, pero tranquilo, con esta sencilla técnica, podrás hablar de cualquier cosa, aparentando que tu cerebro es un pozo infinito de sabiduría. Y ni siquiera tendrás necesidad de conocer aquello de lo que hablas. Te lo podrás inventar sin problemas, porque tus gestos, tu rostro y tu voz serán tan creíbles y tan atrayentes, que nadie podrá discutirte que eres el sujeto más inteligente que pisa la sala.
Huir de tan “eruditas” explicaciones sí que es tarea complicada. Pero, a veces, quedarse junto a ellos merece la pena. Por el subidón de autoestima.

- Visitantes “Festival del humor”.

En toda exposición que se precie existe un personaje que vive en un universo paralelo y se cree ingenioso y divertido. No contento con expresar su jovialidad sólo entre sus allegados, decide gritar sus gracietas a pleno pulmón, a ver si es posible que le escuchen también los que descansan en los jardines del museo. Sus acólitos ríen hasta las lágrimas, mientras el resto de los visitantes:

A/ Ansían que se abra el suelo y se trague al de los chascarrillos.
B/ Echan de menos no haberse traído los tapones para los oídos.
C/ Se arrepienten de no haber comprado un audioguía de los que paralizan los sentidos.
D/ Se repiten una y otra vez por qué a ellos, si son buenas personas y no se meten con nadie.   


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