He aquí mi segunda reflexión acerca de los personajes que
pueblan la playa en verano, aprovechando que acabamos de entrar en agosto, el
mes vacacional por excelencia. No obstante, antes de comenzar con otro de mis
sesudos análisis, me gustaría acordarme de aquellos que, por suerte o por
desgracia, han de permanecer estos treinta y un días tan estivales en sus
lugares de residencia. Sufridos seres que viven en sus carnes una serie de
situaciones (algunas buenas y la mayoría, no tanto) que se repiten año tras año
como una letanía. A saber:
- Bajar a la calle ufana y despreocupada y descubrir, no sin
horror, en el cristal de la puerta del
estanco/farmacia/tintorería/administración de loterías de tu barrio un cartel
que reza: “Establecimiento cerrado por vacaciones del 2 al 28 de agosto”. Darte
la vuelta, ya sin ningún tipo de alegría en el cuerpo, y concienciarte de que
te espera un agradable trayecto bajo el sol hasta la otra punta de la calle (en
el mejor de los casos) para poder comprar tabaco/comprar paracetamol/que te
laven y planchen el traje para la boda de tu prima/echar el Euromillón, no sea
que toque justo cuando no lo echas.
- Ir a comer a casa de tus padres y/o suegros, y descubrir,
con una alegría indescriptible, que puedes aparcar en la puerta, no como en el
resto de meses del año, que, prácticamente, has de coger un autobús para poder
llegar desde el lugar donde has estacionado
tu vehículo hasta la vivienda donde tiene lugar el ágape familiar.
- Meterte en un centro comercial con la sana intención de
comprarte alguna prenda veraniega rebajada y descubrir, no sin cierta depresión,
cómo los abrigos, las cazadoras, los jerséis de cuello vuelto y los uniformes
del colegio invaden el espacio sin piedad, recordándote que el ciclo de la vida
es corto, tú te haces mayor a la misma velocidad, y en menos que canta un gallo
estarás comiendo turrón, cantando villancicos y dando la bienvenida a un nuevo
año que, indefectiblemente, pasará igual de rápido que el anterior.
- Ir al trabajo por la mañana o por la tarde y descubrir,
con bastante indignación, rabia y ganas de emular a Michael Douglas en “Un día
de furia”, que, si bien, puedes sentarte en el medio de transporte público en
cuestión, la espera motivada por los nuevos horarios estivales ha sido tan
larga, que te da igual sentarte, bailar una sardana o hacer el pino puente. Al
día siguiente, deberás levantarte una hora antes (por lo que te planteas si
sería más práctico no dormir, directamente) o, en el caso de que trabajes de
turno vespertino, tendrás que inventarte una especie de desayuno-comida (vamos,
un “brunch” obligado y carente de todo glamour) con las suficientes calorías
para aguantar hasta la hora de la cena, que, debido a los también espaciados
horarios nocturnos, con probabilidad se solape con el “brunch”, generando un
bucle sin fin.
Bueno, vamos al lío, que se me va la cabeza y yo he venido
aquí a hablar de la playa, como diría aquel. Voy a centrarme, esta vez, en
cinco tipos de hombres con sus diferentes edades e idiosincrasias, muy claros y
bien conocidos por todos:
- Hombres a una cerveza pegados.
En versión lata o vaso de plástico, el hombre a una cerveza
pegado posee una mano inservible, ya que la única misión de sus cinco dedos
es sostener con determinación dicha bebida. Como bien afirma el anuncio de una
conocida cerveza con limón (para que luego digan que la televisión ha perdido
su función educativa), con la otra mano libre son capaces de saludar al vecino,
secar con la toalla a los niños, jugar a las palas, nadar en el mar y hasta
hacer un sudoku de los difíciles. Todo menos soltar su néctar de los dioses, el
brebaje que les da fuerza para afrontar los calores veraniegos.
- Hombres a un balón pegados.
Otra versión de "sujeto que presenta un elemento extraño
anexo a su cuerpo", en este caso, un balón de fútbol. La principal
característica del hombre a un balón pegado es que es un ser gregario, es
decir, que tiene tendencia a juntarse con otras personas, formando todos ellos
un grupúsculo claramente diferenciado que se denomina “rondo”. Otra
particularidad de dichos individuos es su nostalgia de tiempos pasados, ya que
gustan de rebozarse en la arena tras golpear el balón mediante posturas inverosímiles (véase la definición de “niño croqueta” del capítulo
anterior). Además, suelen comunicarse mediante onomatopeyas e insultos que
aumentan ostensiblemente de decibelios si en las inmediaciones del rondo existe
un grupo de mujeres. Cabe destacar que alrededor suyo pululan unos espectadores
fieles que no participan en la actividad, pero interactúan con el resto,
llamados “típicos amigos enemistados con el deporte”.
- Hombres concienciados con los riesgos de la exposición
solar.
Es fácil distinguirlos. Transportan utensilios playeros hasta
con los dientes. Y tienen una complicada e ingrata misión: la salud de la piel
de toda su familia está en sus manos. Con firmeza y cierta altivez, sostienen
el artilugio que les ayudará en su tarea: una sombrilla de diámetro
considerable y un pequeño apéndice en forma de espiral en su parte inferior.
Tras clavar el arma en la arena, comienzan un largo (larguísimo) ritual consistente
en girar y girar con insistencia el apéndice de plástico. Giran y giran sin
descanso para que la sombrilla quede bien sujeta, para que no entre ni un
resquicio de luz solar, para que los suyos estén bien protegidos y para, quién
sabe, lograr hallar una bolsa de petróleo que les haga ricos y les exima de
volver a cargar los aperos de la playa y de veranear en esa ciudad costera tan
repleta de gente…
- Hombres paseantes.
Estos hombres, en el fondo, añoran las aglomeraciones de sus
ciudades de origen y se lanzan como locos a las orillas marinas a pasear con
otras doscientas mil personas. Los de más edad llevan la cabeza bien cubierta
con un sombrero de paja con inscripciones en el ribete (generalmente relativas
a un lugar de veraneo) o con una gorra publicitaria. Pueden realizar su
saludable paseo a pecho descubierto o vistiendo una camisa de poliéster,
abierta eso sí, para que la brisa incida bien en sus ya maltrechos pectorales.
Éstos últimos pueden olerse a distancia. Los más atrevidos no dudan en atentar
contra las pupilas del resto de los pobladores de la playa usando slips que,
probablemente, forman parte de su armario desde los años 70. La mayoría de
ellos recurre al melón o a la sandía para recuperarse de la caminata.
Otro tipo de hombre paseante, de menor edad y con los
músculos más desarrollados, es el que comúnmente se denomina “chulo de playa”,
aunque yo prefiero optar por el término “hombre que ha sustituido su columna
vertebral por el palo de una escoba”. Usan gafas de espejo y, la mayoría de
ellos, lleva tatuajes hasta en las uñas de los pies. Andan tan erguidos y con
los brazos tan separados del tronco que les resulta sumamente difícil recoger
algo del suelo. Así que, no les culpes si no tienen el buen gesto de entregarte
el chupete que el niño ha tirado en la arena o la pelota que no supiste
devolver a tu compañero o compañera de juegos. Los pobres no quieren convertirse
en antiexcitantes ángulos rectos (más que nada porque temen no volver a
recuperar su postura inicial y quedarse así hasta el final de sus días).
- Hombres que preferirían estar en medio de un apocalipsis
nuclear antes que en la playa.
Otro tipo de hombre fácilmente distinguible. Arruga el gesto
porque le molesta el sol y apenas sale de debajo de la sombrilla. Sacude
continuamente la arena de la esterilla. Se tumba, pero se incorpora al minuto.
Se da la vuelta, pero vuelve a levantarse al instante. Trata de leer el
periódico, pero no se concentra. Mira el reloj cada tres segundos. Mete el
pulgar del pie derecho en el agua y lo saca con cara de frío. Por supuesto, no
pasea. Lo único que mitiga su tortura es pensar que nada es eterno y que su
escasez monetaria “apenas” le permite “disfrutar” de siete días de vacaciones.
En breve, estará pisando de nuevo acera firme, respirando CO2, sometiendo a sus
ojos a las radiaciones del ordenador y sintiendo el frescor del aire
acondicionado en todos los poros de su cuerpo. Toda una delicia para sus
urbanos sentidos.
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