Sí, sí, no estáis soñando. Estamos en septiembre. Y, como
esbozaba en entradas anteriores, ya podéis desempolvar las panderetas, ir
pensando en el tan temido reparto de fiestas con la familia y comenzar a ahorrar
para los regalos de Reyes, que en nada nos metemos de cabeza en la Navidad.
No obstante, en los últimos coletazos del verano nos
encontramos con un grupo de gente blanquecina y con más paciencia que el santo
Job que tiene a bien empezar su periodo vacacional justo cuando media Humanidad
regresa al trabajo. Todos podemos convertirnos en algún momento de nuestra vida
en estos seres admirables que se han tragado sin pestañear imágenes de pies en
la playa, pies en la piscina, pies haciendo puenting, pies en una barbacoa,
pies de turismo por Berlín, pies contemplando una puesta de sol… mientras
realizaban las tareas suyas y las de sus compañeros veraneantes más solos que
la una y padeciendo intensas olas de calor. Esos valientes, que piden
encarecidamente a Dios, a la Madre Naturaleza o a quién quiera que les escuche que el sol y el buen tiempo se prolonguen unas semanitas más; que en su día
decidieron convertirse en meros espectadores de la encarnizada lucha que se
libró en su trabajo por los meses de julio y agosto, y que tienen que escuchar
hasta la saciedad aquello de “bueno, por lo menos septiembre es más barato”,
cuentan con el karma de su lado y disfrutan, casi hasta el orgasmo, de un gesto
de lo más normal: dar dos besos de despedida a sus colegas bronceados. Creedme
si os digo que, pese a todos los inconvenientes, largarse de vacaciones cuando
toda la ciudad recupera su pulso vital es uno de los placeres más desconocidos
del ser humano. Supongo que muchos estaréis ahora mismo en esa envidiable
situación, así que el último capítulo de la tan alabada serie “La playa y sus
gentes” va por vosotros.
Como siempre, y para no variar, cinco son los tipos de mujeres que voy a analizar:
- Mujeres que confunden bajar a la playa con acudir a la
boda de los Príncipes de Asturias.
Ese pantalón corto que no te pones porque no deja nada a la
imaginación, ese vestido que compraste en el mercadillo de tu barrio, esa camiseta
tan “veraniega” que te regalaron el año pasado y que se ha salvado de milagro
de ser convertida en trapos… El común de las féminas bajamos a la playa
pertrechadas con nuestros atuendos más “cómodos”, un bonito eufemismo que en
realidad se refiere a aquellas prendas absurdas que jamás nos pondríamos para
nuestros quehaceres urbanos, pero que en el contexto playero y con el bikini
debajo adquieren una dimensión infinitamente más útil.
Total, de qué sirve arreglarse más
si pasar el día en la playa es probablemente el acto menos glamouroso del que
tenemos constancia. La arena quema y te hace andar como Chiquito de la Calzada,
los protectores solares dotan a tu piel de una pátina blanquecina, el viento y
el agua marina convierten tu pelo en estropajo… Estar medianamente presentable
es un acto heroico e inútil, un gasto de energía innecesario.
No obstante, existe un conjunto de mujeres estupendas a las
que ni siquiera las dermatitis o los juanetes les hace despojarse de sus
maquillajes y tacones. Y mucho menos, la playa. Reconozco no haberlas visto en
persona (o por lo menos, no tan frecuentemente), pero protagonizan las revistas del corazón y
los magazines de sociedad. Visten multitud de collares, pulseras, los bikinis a
juego con sus vestidos, sandalias de plataforma, llamativos caftanes de manga
larga, sombreros muy grandes y algunas, las más modernas, hasta llevan botas, con
el consiguiente perjuicio para las pituitarias de las personas que están cerca
de ellas. Su rasgo más característico y lo que las diferencia del resto de las
mortales es que se bañan con gafas de sol, por lo que cuando termina el verano
deben acudir prestas a un fisioterapeuta para que les alivie la rigidez de
cuello.
- Mujeres que ansían convertirse en Oprah Winfrey.
Envidian el tono de piel de las mujeres negras y hacen todo
lo posible por asemejarse a ellas. En su vocabulario no existe la palabra
“melanoma”. A primera hora de la mañana despliegan su toalla en la arena.
Vierten sobre su cuerpo una cantidad generosa de bronceador factor 2. Se
tumban. Al rato se levantan y se meten en el mar. Salen enseguida y se vuelven a tumbar. Esta vez deciden tostarse por el otro lado. Cuando ya estás empezando a llamar al 112 porque piensas que han fenecido, reaccionan (menos mal) y se refrescan nuevamente con el agua del mar. Si se acuerdan, comen algo. Se tumban de nuevo. Así,
hasta que el sol decide esconderse, que es el momento idóneo para enrollar la
toalla y marcharse. Gracias a este repetitivo ritual adquieren un color marrón que,
con orgullo, lucen al regresar a sus lugares de origen y que, con probabilidad, les hará convertirse en una uva pasa requemada poco antes de entrar en los 50.
- Mujeres que miran al horizonte deseosas de que llegue una
avioneta con pancarta y las rescate.
Desde que son madres, estas mujeres se ven abocadas a
veranear en la playa por el bien de sus hijos. En algún momento de la historia
de la Humanidad alguien mencionó que el agua del mar, la arena y el ambiente
costero eran saludables para los niños y ellas siguen el consejo al pie de la
letra. Aunque estén hartas de cambiarlos veinte veces de ropa. De correr detrás
de ellos para que no se adentren demasiado en el agua. De intentar que coman
otra cosa que no sea helados. De embadurnarles de crema. De evitar que jueguen con una medusa. De tragarse sin anestesia las animaciones de los hoteles. Añoran
sus viajes pre-hijos y se cuidan bien de no ir siempre al mismo pueblo, no sea
que a sus retoños les de por socializar y hacer amigos. Se juran y perjuran a
sí mismas que el año siguiente no caerán en el mismo error, pero las risas
despreocupadas de sus niños rebozándose en la arena y, sobre todo, lo guapos
que están morenitos, les hará olvidar todo lo sufrido y dedicar nuevamente una
semana de su vida a los innumerables “beneficios” que les proporciona el mar.
- Mujeres paseantes.
Las de más edad visten ropas holgadas con una profusa
decoración basada en ramajes y en lo que viene a llamarse ahora “animal
print” (y toda la vida ha sido conocido como “ese estampado hortera como de
leopardo”). Como prefieren vender su alma al diablo antes que quemarse, muchas
de ellas cubren sus hombros con pañuelos o camisetas, metiendo dichas prendas por
debajo de las tiras del bañador. Independientemente de su edad, las mujeres
paseantes suelen ir en grupo, ya que esto hace la caminata mucho más amena y así se
puede criticar mejor al resto de los paseantes. La mayoría de las mujeres
niegan realizar esta última actividad, pero, no nos engañemos, si nosotras sólo
paseáramos para aliviar nuestras arañas vasculares, la orilla del mar parecería
Madrid en agosto. A fin de cuentas, caminar por la arena es un sinsentido aceptado
socialmente, porque ¿qué necesidad hay de andar hasta el final de la playa como pollos sin cabeza,
para luego volver otra vez al punto de partida? Sin duda, tu cuerpo agradece tan sano paseo, pero, desde un punto de vista psicológico, ¿compensa la ansiedad que te ha generado tardar en descubrir que tu familia y amigos no han mutado de forma, sino que, simplemente, te has metido en otra sombrilla?
- Mujeres kiosko.
Estas mujeres se lanzan como locas a los kioskos o supermercados de rigor a comprar revistas femeninas (sí, esas publicaciones que nos enseñan los vestidos que nunca vamos a poder llevar, los hoteles que jamás nos podremos permitir, los restaurantes que sólo lograremos pisar si robamos un banco... para luego, en plan fin de fiesta, hacernos rellenar un test psicológico acerca de si estamos o no satisfechas con nuestra vida), ya que vienen cargadas de utensilios muy necesarios para afrontar su estancia en la playa.
Podemos verlas llevando sus pertenencias en bolsas pretendidamente firmadas por diseñadores de moda, haciendo equilibrios sobre chanclas de talla única, guardando el dinero en pequeños monederos que huelen a plástico... Su principal característica es que, una vez pasado el periodo estival, no suelen malgastar sus ahorros en semejantes fruslerías.
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