jueves, 13 de junio de 2013

Pequeños autoengaños de la vida cotidiana

La verdad es que no entiendo cómo hay gente que denosta la profesión actoral cuando todos y cada uno de nosotros en algún momento de nuestra vida hemos sido merecedores de un Oscar, un Goya y hasta de un Emmy. Cuando existen frases totalmente integradas en nuestra cotidianidad que bien analizadas no son más que sutiles obras maestras del autoengaño. Oraciones simples que pronunciamos sin sonrojo para tratar de convencer a nuestro interlocutor de una realidad que no nos creemos ni nosotros mismos. Son infinitas en número, probablemente necesitaría no un post sino una enciclopedia para analizarlas todas, y se caracterizan por comenzar con el adverbio “no”. Veamos algunos ejemplos.

No, si sólo voy a comprar cuatro cosillas

Objetivamente, cuatro cosillas son cuatro cosillas. No hay más vuelta de hoja. Tú entras en un supermercado, o lo que es peor, en un hipermercado con la sana intención de comprar apenas cuatro viandas que te solucionen la cena de ese día. Ni una más ni una menos. Por eso, no entiendes qué diabólica fuerza te empuja a llenar tu carro hasta arriba de un conjunto informe de artículos inútiles (pero en oferta) que no van a solventar cena alguna en las próximas dos semanas. Porque, hasta donde alcanzas a entender, ni los 3x2 en desodorantes, ni las sartenes cerámicas antiadherentes, ni la segunda unidad al 50 por ciento de ambientadores para el coche son comestibles. Y gracias a que tienes sentido común y sabes que darías con tus huesos en la cárcel, que si no, te llevarías a casa hasta a la agradable señora que te está pasando los productos por el lector de la caja…

No, no voy a comprarme nada para la boda

La palabra “nada” en esta sentencia es sinónimo de un vestido; unos zapatos a juego con el vestido; un bolso a juego con los zapatos; una chaquetita, bolero o chal por si le da a la noche por refrescar; unos pendientes que pegan con el original escote del vestido; un esmalte de uñas que combina con el pintalabios; el pintalabios, por supuesto, y dos pares de medias, no vaya a ser que uno se rompa. Eso sí, la ropa interior no la estrenas. De milagro. Objetivamente, sabes que con tu armario vestirías a todos los ciudadanos de la Comunidad de Madrid y a buena parte de los de Toledo. Por eso, no entiendes por qué cuándo tienes que asistir a alguna boda, todas esas prendas desaparecen por una suerte de agujero negro que sólo percibes tú y debes acudir a un centro comercial a reponerlas cuanto antes.  

No, no estoy llorando. Será la alergia

Objetivamente, el telefilme que estás viendo es de una calidad infame. Tú estás acostumbrada a consumir productos culturales mucho más cuidados. Vamos, que hasta te tragaste sin pestañear un ciclo de Abbas Kiarostami en tus años de Facultad. Por eso, no entiendes por qué estás llorando como una Magdalena con el interminable monólogo de una madre adolescente de Dakota del Norte que acaba de enterarse de que su hijo no es realmente su hijo. El verdadero ha ido a parar a una familia de la alta sociedad neoyorquina. Y el postizo, al que adora como si fuera biológico, necesita un trasplante de médula para seguir viviendo. Qué drama tan intenso. Qué música tan sentida. Y ni siquiera puedes echarle la culpa de tu terrible disgusto a la regla… Y mucho menos a la alergia. A no ser que las plantas de tu pueblo sean mutantes y puedan polinizar sin problemas en diciembre bajo una gruesa capa de nieve.

No, no tardo mucho. Estoy en diez minutos

Objetivamente, diez minutos son una medida de tiempo bastante razonable para ponerte un pantalón, lavarte los dientes y peinarte un poco. Por eso no entiendes por qué la labor de adecentamiento se prolonga hasta el punto de que tu paciente esperador (o esperadora) ha podido leerse en ese intervalo “Anna Karenina” y ver “Titanic” tres veces, siendo una de ellas la versión con anuncios de Antena 3. También existe otra opción menos culta, y es aquella en la que te encuentras al susodicho fosilizado.

No, no quiero más, gracias. No tengo hambre

Objetivamente, sí que tienes hambre. Mucha. Te comerías entero el buffet libre de un hotel de Benidorm. Con sus jubilados dentro. Pero, esta vez sí que sabes por qué prefieres morir de inanición. En tu plato tienes un bloque de cemento verde excesivamente salado que tu anfitrión ha denominado sin asomo de duda “crema de verduras”. Eres una persona educada y no crees en el exceso de sinceridad, así que sueltas la oración con tu mejor sonrisa. Además, en tu fuero interno sabes que esta crema de verduras es un producto gourmet comparada con la que tú perpetrarías en tu cocina.

No, no me he hecho nada. Estoy bien

Objetivamente, todas y cada una de las terminaciones nerviosas de tu cuerpo rezuman dolor. Te acabas de caer corriendo para no perder el autobús. Son las 8 de la mañana y la parada rebosa gente somnolienta que comienza su jornada laboral. Por eso no entiendes por qué te levantas cómo si nada y te encaminas con normalidad y una cojera incipiente a mezclarte con el resto de la plebe que te mira poniendo cara de “Madre, pa’haberte matao, muchacha”. En un combate de igual a igual, tu dignidad ganaría de calle a tu dolor. En la vida real, no ves el momento de acudir a Urgencias para que te introduzcan por vía intravenosa tres cuartos de litro de analgésicos.

No, si no tengo sueño. Me quedo un rato más

Objetivamente, llevas toda la semana madrugando y haciendo olímpicas jornadas laborales de 12 horas. Tus amigos hace rato que se han convertido en meros muñecos danzantes que abren y cierran la boca articulando sonidos que ni escuchas ni quieres escuchar. Por eso no entiendes que es lo que te lleva a seguir moviendo únicamente la parte superior de tu cuerpo al ritmo de King Africa, en vez de marcharte de una vez por todas en busca de tu mullida camita. Bueno, sí que lo entiendes. Existe una regla no escrita que afirma que el DJ cuenta con un poder sobrehumano (una especie de sentido arácnido) gracias al cual se percata al instante de que has abandonado una noche de juerga antes que el resto para poner así las canciones consideradas “buenas”. O lo que es lo mismo, siempre que te vas tú, empieza lo mejor de la fiesta. El súmmum de la diversión. Esa velada que se recuerda por los siglos de los siglos en toda reunión de amigos que se precie. Así que, continuas moviendo el torso (sobre las piernas ya no ejerces ningún tipo de control), de izquierda a derecha mientras los altavoces vomitan sin piedad la versión 2013 (¿acaso era necesaria?) de “El tiburón”.

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